La caricia

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“En el principio creó Dios

los cielos y la tierra”

Génesis, 1: 1

.

Dios andaba imaginando algo

aún desordenado y tierno

que pasó a llamarse Luz

poco antes de ser creado.

Demorado y sin prisas,

tomándose sus siglos,

aún no había derrochado nada:

ni color en iris y caléndulas

ni movimiento en playas y nubes,

ni formas en peces y frutas.

Todavía no había alba

ni lengua ni madera ni soldado

ni catamarán ni halcón ni espina.

Sólo lava y gas, primitivo

como la Vida que aún no era.

Pero Él ya pensaba en ti.

A la hora de la siesta,

retozando soñoliento,

trazó con un dedo ocioso

sobre un fondo de nada

viva

una silueta parecida a tu mano.

Tomó notas para recordarla.

Después pensó en mi rostro.

Anotó, también, las medidas

puntuales que separarían el lóbulo

del ángulo externo de mi boca

(debía ser la medida exacta

de tu palma).

Mi mejilla debía acoplarse

-calculó- en el hueco

de tu mano, como se acopla

el feto en el lecho amniótico,

como se acopla la rosa

en el tallo lánguido, el ojo

en la cuenca, el corazón

en su nido, la perla

en su valva.

“Que no sea posible”, se dijo

“ver la una sin pensar la otra …

la perfección entera”.

Y nada había aún,

ni mano ni mejilla ni lóbulo

ni labio. Pero todo lo adelantó Él

para ayudarse en Su propósito

de concebir, anticipada,

tu caricia.

Todo lo diseñó de antemano

para asegurar nombre, forma

y suavidad futura

a tu ternura.

“Hágase …” proclamó después,

bostezando,

“… el Principio”.